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Desde el barracón de los fusilamientos se escuchaban los villancicos en el
cuerpo de guardia, un timple mal tocado, desafinado, llevaba sonando hacía
varias horas entre las voces borrachas de militares y falangistas, todavía don
Facundo el capellán no había llegado para dar la confesión a los que iban a ser
pasados por las armas. Yo me dedicaba en ese tiempo a pensar en mis seres
queridos, no pasaba de mi niña, intentaba acordarme de los demás familiares
pero no podía quitarme a Matilde de la cabeza. Era como un pensamiento
repetitivo, siempre las mismas imágenes, las mismas palabras, era lo que más me
jodía, no poder criar a mi niña chica ¿Si tal vez se acordaría de mi? ¿Si su
madre le hablaría cuando fuera grande de quien fue su padre? ¿De porqué lo
mataron aquellas bestias del yugo y las flechas? Sentía unas ganas inmensas de
levantarme, romper la puerta de un cabezazo y salir corriendo aunque me
acribillaran a balazos, no podía imaginarme que en pocas horas me estarían
dando el tiro de gracia sobre un charco de sangre.
Resultaba
inevitable escuchar los llantos de los compañeros que iban a ser ejecutados,
eran tres hombres de más de 50 años y un muchacho de no más de 16 años, dos
anarquistas, dos comunistas y yo ¿Qué era yo? me preguntaba ¿Porqué me habían
condenado a muerte? Eran preguntas que jamás se contestarían, yo lo sabía. No
podía llorar como hacían los camaradas ¿Tal vez si hubieran brotado mis
lágrimas todo hubiera sido distinto?
No quise
hablar con el cura, el falange de la puerta dijo que si no me confesaba no
podría escribir una nota de despedida a mi hija. El cura bramaba de rabia,
ninguno de los que estábamos en aquella estancia de la muerte pasamos por su parafernalia
criminal. Los paisanos lloraban pero eran valientes, no lo hacían por miedo,
lloraban por lo que dejaban atrás. Los cuatro se plantaron ante el clérigo de
la sotana negra, hasta el muchacho tuvo los cojones que muchos no tuvieron de
no rendirse ante aquella institución cómplice de los miles de asesinatos.
Cuando nos sacaban con las manos amarradas a la espalda y veíamos al pelotón
preparando sus armas me crucé con el teniente Lázaro, este sonreía como siempre
que habían fusilamientos, llegaba mucho público por la explanada, gente de
todas las edades, hasta niños que venían con banderas de España para disfrutar
con la matanza. En el preciso instante que nos colocaban para ejecutarnos
desperté entre sudores, aterrado de miedo, se olía la madrugada en la absoluta
oscuridad. No me alivió la posibilidad de seguir vivo, más bien me inundó la
tristeza al ver las literas vacías de mis compañeros, los que posiblemente
seguirían prisioneros de mi pesadilla, los que jamás despertaron..."
Fragmento: Testimonio de Matías Yanes Mederos,
prisionero tinerfeño en los campos de concentración de La Isleta y Gando entre
septiembre del 36 y marzo de 1939.
Entrevista realizada por Francisco González
Tejera en el municipio de Tacoronte, Tenerife, en mayo de 1998.
Imagen: Juicio de Salamanca, fusilamientos falangistas de Ernest Descals |
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