"(...) La noticia del fusilamiento de tu abuelo Pancho llegó a Tamaraceite dos días después de la ejecución del 29 de marzo del 37, enseguida mi madre corrió hacia Las Palmas y yo la acompañé, ese día no fui al colegio porque seguía con esa tos que no se me quitaba desde la noche del asesinato de mi hermano el bebé Braulio. Caminamos por senderos sin casas, entre tabaibas, palmeras y cardones, solo vimos algunos controles de la Guardia Civil y los falangistas que nos pararon varias veces, pero en la zona de la Casa de la Palma, cerca de donde hoy está el estadio de Gran Canaria, uno de los guardias del tricornio, muy alto y con acento peninsular, quiso abusar de mi madre, le rompió parte del vestido a la altura del pecho y la empujó tirándola al suelo, ni siquiera respetaron el luto, entre las risas de una brigadilla borracha que llevaba en las manos botellas de ron de caña, gracias a Dios que en ese momento llegaba un sargento que los paró entre insultos y gritos, porque ya se ponían en fila junto a una garita de palma unos veinte hombres para violarla, como solían hacer siempre con las mujeres de los republicanos asesinados.
Llegamos al cementerio de Las Palmas a mediodía y estaba rodeado de militares y guardias de asalto con los máuser cargados apuntando a la gente, no nos dejaron llegar a la fosa, porque no cesaban de entrar camiones repletos de hombres acribillados a balazos, dejando desde La Isleta a Vegueta un reguero de sangre que atemorizaba a quienes se atrevían a levantar la vista y mirar la caravana de la muerte, yo me subí a un monticulo de tierra y pude ver montañas de cuerpos con la cara muy blanca, las cabezas rotas por el tiro de gracia, hombres de todas las edades, sobre todo muy jóvenes, de menos de treinta años, que eran conducidos a la fosa, donde varios curas les echaban agua bendita cantando y rezando sus letanías en alta voz, mientras afuera cientos de mujeres con sus niños de la mano lloraban y daban alaridos de dolor..."
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