"(...) Mi padre llegó a casa cuando Braulio estaba todavía caliente en la cajita de tomates, nunca supe como se pudo enterar desde su escondite en la cueva del barranco de Miraflor de que los falangistas habían matado al bebé, entró oliendo a hinojo y romero, aquella sonrisa que siempre tenía a pesar de la preocupación, se puso de rodillas delante de la cajita de tomates donde estaba el chiquillo, lo besó en los ojos, lo tomó en sus brazos con la cabecita rota, lo arrulló como si estuviera vivo varios minutos.
Nosotros nos quedamos todos quietos mirando, Lorenzo, Paco y yo sabíamos que todo aquello se venía abajo, que iban a matarlo desde que se entregara en el cuartelillo, pero allí estaba Pancho González con ese aire de luchador obrero, nos dijo que tranquilos, que no lo acompañaramos, que su deber era evitar más muertes en la familia, mi pobre madre Lola García no podía hablar, solo miraba al chiquillo, no dejaba de llorar, mi padre la abrazó, ella no era consciente de nada, solo del luto de su niño muerto, asesinado por aquellas bestias.
Me escapé de casa por la ventana del estanque Machado, lo seguí de lejos, vi como se entregaba a la Guardia Civil, cabeza alta, rostro sincero, parecía no tener miedo, fue la última vez que lo vi hasta que llegó la noticia del fusilamiento..."
No se curan las heridas con impunidad, se perpetúan e infectan. Así pasen cien años, la justicia tiene deudas pendientes y no cejaremos hasta que se reparen. ¡Muerte al fascismo!
ResponderEliminarSalud!