martes, 7 de noviembre de 2017

Las rosas del alba

Los hermanos Torres siempre habían deseado a las hijas de Miguel Robaina, las muchachas los rechazaban y ellos seguían molestándolas, persiguiéndolas cuando salían de las clases de costura de Fefita Acosta en el barrio de la Angostura, les decían todo tipo de barbaridades sexuales y las muchachas salían corriendo cuando las intentaban manosear.

Varias veces su padre se enfrentó a los dos jóvenes que salían corriendo conociendo la enorme fuerza de Miguel, un jornalero muy alto con brazos de acero de toda la vida trabajando, unas manos enormes,  capaz de levantar dos sacos de papas y colocárselos en los hombros de una sola tirada sin casi esforzarse.

Con el paso de los meses, ya en marzo de 1936, los dos hermanos, Manolín y Eusebio esperaban a las chicas vestidos de Falange, las seguían persiguiendo y molestando, esta vez también acusándolas de ser hijas de un rojo, ateo y masón, que iban a pagarlas todas juntas cuando se iniciara la que ellos llamaban la “Santa Cruzada”.

Los rumores de golpe de estado estaban presentes en cada reunión, en los bares, en las tiendas de aceite y vinagre, se percibía en el ambiente que algo horrible iba a suceder, se veía a los falanges y a los miembros de Acción Ciudadana cada vez más envalentonados, metiéndose con todo el mundo en las calles, apareciendo en manifestaciones con palos y barras de hierro para golpear a personas desarmadas.

Unos meses después, la madrugada del lunes 20 de julio, se presentaron junto a doce falangistas más en la casa de Miguel y sus hijas Luisa y Sandra, desde que el hombre abrió la puerta sorprendido, le ataron las manos a la espalda y le pusieron una capucha negra en la cabeza, las chicas abrazadas a su madre Lucía González no paraban de llorar:

-Ahora van a saber lo que es bueno jodías putas rojas- dijo el hermano menor de los Torres, mientras ordenaba a dos de los fascistas sacarlas de la casa y meterlas en uno de los coches, varios vehículos negros, aparcados junto a un camión en la explanada de la vivienda familiar.

En un instante se vieron camino de Las Palmas por la carretera de tierra que bajaba desde el centro de la isla, a cada lado iban los dos hermanos que les hacían tocamientos en los pechos y muslos, las chicas gritaban de miedo y los fascistas se reían a carcajadas pasándose una botella de ron de caña y obligándolas a beber:

-Ya les dijimos que les llegaría la hora hijas de puta- exclamó Manolín mientras le echaba el humo del cigarro Virginio en los ojos de Luisa.

Llegando al cruce de Tafira cuando ya estaba amaneciendo vieron pasar un camión a toda velocidad cargado de hombres atados, en un extremo y por su altura vieron a su padre que las miró un instante con los ojos repletos de lágrimas, sabían que ya no lo verían más, que su destino estaba escrito en el fondo de algún pozo o sima volcánica.

Al llegar a Vegueta ya estaban casi desnudas, los camisones de dormir rotos, sus cuerpos repletos de heridas, las caras destrozadas por los golpes de aquellos salvajes, seres con un odio irracional hacia las muchachas que los habían rechazado durante tantos años.

El viejo Ford conducido por el chofer del tabaquero Eufemiano Fuentes, un tal Arsenio Santiago, que no dejaba de mirar por el espejo lo que sucedía en el asiento de atrás, se desvió camino del sur hacia un destino desconocido en la terrible oscuridad de una carretera desolada, donde solo se veían mujeres andando lentas, tristes, hacia los tomateros, ninguna levantaba la cabeza, miraban al suelo, como si alzar la vista pudiera destrozarles el alma.

http://viajandoentrelatormenta.blogspot.com.es

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