domingo, 8 de octubre de 2017

La inexplicable levedad de la noche

Eloisa Vera y Carmita Mendoza, hacían todos los días la misma ruta desde Tenoya a Los Giles, para trabajar de sol a sol en los tomateros de los Betancores, a las cinco de la mañana todo estaba oscuro y a la altura de la finca de Las Maquinas oyeron gritos de hombres, el silbido de la pinga de buey en el aire, el cuerpo se les congeló de repente, eran voces jóvenes que rogaban por Dios que nos les pegaran más, que por favor los mataran para dejar de sufrir.

Estremecidas trataron de irse cuanto antes de esa zona del horror, pero tuvieron que parar porque por el camino de tierra venían muchos falangistas y guardias civiles, era muy peligroso, sabían de sus tres compañeras de Casa Ayala que habían sido violadas varios meses antes, así que decidieron esconderse bajo una choza de cañas amontonadas.

Desde allí en el fondo del barranco vieron a cinco jóvenes de San Lorenzo, Tamaraceite y el Dragonal Bajo, los conocían de la Federación Obrera, eran Carlos Vega, Natalio Cabrera, Manuel Dieppa, Agustín Angulo y Antonio Mayoral, habían venido muchas veces a la hacienda, siempre traían algo bueno, consejos, asesoramiento para evitar las condiciones laborales de semi esclavitud, el derecho de pernada económico, los abusos sexuales de los brutales encargados. Siempre dispuestos a ayudar en todo, chicos muy jóvenes, de no más de 25 años, que les aportaban tranquilidad y alivio ante tantas horas de durísimos trabajos.

Allí estaban los cinco arrodillados a la fuerza, con las manos atadas a la espalda, mientras recibían los latigazos con la pinga de buey de varios de los encargados de los Betancores, entre ellos el conocido como “Verdugo de Tenoya”, les daban muy fuerte, los muchachos gritaban de dolor y al lado de la choza de madera el cacique Ezequiel Betancor junto a varios jóvenes de la oligarquía, entre ellos, Francisco Bravo, Pelayo Benítez de Lugo, Ernesto Bento y el jefe falangista Manolo Roldós, encargado esa noche de las interminables sesiones de tortura que habían comenzado varias horas antes en el cuartelillo de Tamaraceite.

Eloisa y Carmita estaban desaladas, lloraban en silencio viendo los niveles de maldad de aquellos asesinos, el sadismo ilimitado sobre unos hombres que lo único que habían hecho es ejercer como sindicalistas, defender los derechos de un colectivo de mujeres explotadas, masacradas por el caciquismo ancestral de aquellas islas desafortunadas.

No podían marcharse, por el camino venían ahora camiones repletos de hombres detenidos por los falanges, los vehículos de los Betancores cedidos a los sediciosos para facilitarles el genocidio:

-Hijos de puta porque no nos sueltan y dejan los látigos, no tienen cojones de pelear contra nosotros aunque estemos destrozados- dijo llorando Manuel Dieppa, mientras comenzaban a golpearlo con las culatas de los máuser en la cabeza.

El chico se quedó inmóvil en el suelo después de sufrir violentas convulsiones durante unos segundos, el resto se quedaron agachados, con la cara pegada a la tierra volcánica, tal como quería el jefe Roldós que brindaba con ron de caña junto el resto de caciques por la Santa Cruzada, medios borrachos no paraban de reír a carcajadas y hacían bromas sobre la identidad sexual de los torturados:

-Siempre los rojos fueron maricones, por eso nos follamos a sus mujeres quieran o no, no hay machos como quienes defendemos a esta España grande y libre- arengó con voz ronca el hijo de la Marquesa.

El fascista Ernesto Bento sacó la pistola Astra y tambaleándose comenzó a disparar a los muchachos, fallaba por la borrachera y les disparaba en las orejas, los hombros, los ojos, hasta vaciar el cargador en las cabezas de quienes esperaban ansiosos la dulce muerte.

Las mujeres abrazadas fuertemente no podían separarse y el miedo les penetraba el alma, salieron del escondite, ya el camino estaba libre de peligros, solo el viento frío que venía del mar, avanzaron hacia la jornada de trabajo, tristes, llorosas, ya no había quien las defendiera.

http://viajandoentrelatormenta.blogspot.com.es

Foto de Gerda Taro

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