domingo, 15 de octubre de 2017

De aquel vuelo en la alborada

"No puede morir jamás quien de esclavo se libera, rompiendo para ser libre con su vida, las cadenas".

Cantata del Mencey Loco (La raza, Los Sabandeños)

Acostumbrada a las largas caminatas desde muy niña acompañando a su padre con el ganado de cabras y ovejas, Lorenza Trujillo subía y subía, no paraba ni un instante, serpenteando de lado a lado el barranco de Tocodomán para hacer más leve el esfuerzo, en algunos momentos se paraba y bebía agua del minúsculo riachuelo que venía de lo más alto de la montaña, la falda remangada por encima de las rodillas mostraba unas piernas fuertes, bellas, morenas, musculadas.

La noche anterior se habían llevado a su novio Tomas Hernández de la vieja casa del barranco de Tasartico, dos guardias de La Aldea de San Nicolás guiaron hasta la humilde vivienda a la brigada de falangistas, el muchacho dormía cuando tocaron a la puerta gritando su nombre, salió y fue apresado, no imaginaba los motivos, estaba tan aislado que ni siquiera sabía que había estallado un golpe de estado en España.

Cuantos recuerdos tenía Lorenza de aquel refugio de amor, cuantas noches juntos mientras la lluvia caía, haciendo que el cauce se convirtiera en un río temporal por donde subían las anguilas.

Le venían de repente todos aquellos recuerdos tan bellos mientras trataba de escapar de la segura detención, la habían avisado de que después de Tomas irían a por ella, que ya habían asesinado a sus compañeros de la Federación Obrera de Agaete, que cientos de fascistas estaban haciendo el trabajo sucio a los terratenientes matando, desapareciendo, torturando, violando a las mujeres que tuvieran cualquier vinculo con las luchas obreras.

Ella sabía que se la tenían jurada, que si la detenían no escaparía de los brutales abusos sexuales de aquella horda de criminales, sobre todo del guardia civil, Damián Curbelo, al que había rechazado varias veces cuando la seguía, avanzando muy despacio a su altura con el coche policial, sobre todo en las madrugadas en que la muchacha iba a trabajar con varias compañeras las tierras medianeras de su padre.

El guardia mucho mayor que ella estaba casado y obsesionado con su belleza, la seguía, conocía cada uno de sus movimientos, se metía con ella, no la respetaba y le decía cosas relacionadas con su cuerpo, con su sensualidad:

-No se que haces con ese maricón de mierda que escribe hasta poesía, aquí tienes un macho de verdad y lo rechazas, no sabes lo que te pierdes hija del diablo- le dijo muchas veces y Lorenza se le enfrentaba, no permitía que la insultara, que la humillara, que la vejara.

En la Degollada de Peñón Bermejo la muchacha estaba agotada y decidió sentarse a descansar, sacó de su bolso de piel de cabra un poco de queso, pan duro y unas sardinas saladas que devoró en unos instantes, el viento se enredaba en su pelo negro y largo, miraba al infinito, al horizonte marino, se divisaban las islas de Tenerife, La Gomera y La Palma, a su derecha el barranco repleto de tabaibas tan grandes como árboles, gruesas, repletas de vida y energía natural.

Siguió avanzando por el macizo de Guguy, ya no había tanta cuesta y comenzaba a salir el sol, el suelo estaba mojado, impregnado de rocío, se encontraba con los conejos que todavía retozaban y jugaban aprovechando la oscuridad de la noche, en la montaña de los Hogarzos había un grupo de unas doce cabras guanilas que pastaban tranquilas, ni siquiera se espantaron a su paso.

Llegando a la Montaña de los Cedros notó la terrible presencia, miró a su alrededor y no veía nada, escrutó cada piedra, cada gigantesco cardón, pero su instinto de mujer aferrada a la tierra supo que algo anormal la rodeaba, hasta que escuchó los gritos de los hombres, un grupo numeroso, de más de cuarenta falangistas y guardias civiles que subían corriendo por el barranco de Amurgar, entre ellos vio claramente a Curbelo que gritaba:

-Ya te tenemos hija la gran puta, ahora vas a saber quienes somos los hombres de bien de la Santa Cruzada, aparate por hay que va a ser lo mejor pa ti-

Lorenza tiró su bolso todavía con abundante comida y comenzó a correr hacia la Montaña de Aguasabina, el suelo volcánico le destrozó las alpargatas, corrió y corrió durante más de de una hora sin parar, miraba hacia atrás y veía al grupo de fascistas a unos cien metros lanzados hacia ella.

No lo pensó mucho, solo imaginó lo que iban a hacerle antes de matarla, las famosas violaciones múltiples que ya se estaban cometiendo en cada rincón del triste archipiélago, se soltó el lazo rojo del pelo, se quitó aquel calzado destrozado, avanzando a una velocidad de vértigo hacia el abismo junto a Montaña Bermeja, lanzándose al vacío por un precipicio de más de mil metros.

Notó en unos segundos la violencia del viento en su cara, su vestido abierto, roto, volador, como una vela de barco en la tempestad, no sintió casi nada, solo los brotes de amor, las caricias eternas de su amante, los mimos de su madre, la risas y los juegos de su padre cuando era niña, incrustados en lo más hondo de su corazón empapado de lluvia libertaria.

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Dibujo de Castelao (Denantes morta que Aldraxada)

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