martes, 31 de octubre de 2017

Aroma de siroco

Cantaba Mercedes Sosa en la plaza de Teror, el Teresa de Bolívar en su máximo esplendor cuando Pablo Cabral la vio acurrucada, envuelta en una manta de lana, dos chicas jóvenes a cada lado que le acariciaban de vez en cuando su pelo blanco, se notaba el cariño de quienes posiblemente fueran sus nietas, la de la izquierda se parecía a Candelaria Hernández en los años duros, igual de guapa, con esos ojos tiernos con que lo miraba en la lucha clandestina, hasta el día negro en que no quedó casi nadie en la ciudad de la muerte.

Aquella noche de frío en que se desenamoraron un poco al compás de la trinchera del recuerdo, al amanecer lloraron de dolor abrazados en la cama del hostal de Albareda cuando pensaron que ya no se volverían a ver.

Allí estaba parecía más chiquita de lo que era, daba palmas ante el “Dale tu mano al indio” de Daniel Viglietti entonado por la voz de América, Mercedes tocaba su tambor y enmudecía la niebla que bajaba de la montaña de Osorio, parecía que por unos instantes la Quebrada de Humahuaca era Teror, que la Villa Mariana por instantes podía ser Jujui, Salta, Tucumán o quizá el viento helado de Bariloche.

La observó desde lejos todo el tiempo, quiso acercarse a saludarla, pero no se atrevió, no quería que lo viera tan débil, tan viejo y en la fase terminal de aquella enfermedad que contrajo en el exilio de París.

Ella se reía, sus nietas bailaban cuando “La Negra” entonó “Desde el Norte”, el público saltaba y Candelaria parecía feliz, eso le alegró mucho, recordó cuando la encerraron varios días en la comisaría de la Plaza de la Feria, las brutales torturas y violaciones a las que fue sometida por aquellas bestias, los hombres de gris, los somatenes, los falangistas funcionarios de la Dirección General de Seguridad.

Se acordó la triste noche en que la besó en el piso franco de la calle Tomas Morales, destrozada, con todo tipo de cortes en sus pechos, los labios rotos por las mordidas de aquellas fieras fascistas, la belleza de aquella muchacha estudiante de filosofía que había que sacar de la isla antes de que volvieran a detenerla, todos lo sabían, estaba condenada, sentenciada a muerte por defender la libertad, por ejercer la ternura y la alegría ante el terror y la oscuridad.

Varios guardias civiles hacían su ronda entre el público del concierto, a Pablo se le congeló la sangre, vio los tricornios brillar y como por instinto agachó la cabeza, pareció fundirse entre los colores de la multitud, enseguida recordó que eran los 2000, que aquella pseudodemocracia decorada con la sangre de los asesinados en la dictadura ya no lo podía detener de nuevo, al menos eso decían los que habían traicionado la lucha, los que se habían vendido a un régimen monárquico heredero del fascismo.

En los bises de Mercedes la vio levantarse, casi no podía andar, las muchachas la subieron en una silla de ruedas, Candelaria no dejaba de dar palmas y bailar sentada, la vio demacrada, muy delgada, también con secuelas de la grave enfermedad, desvió la vista y lo vio entre la gente, se quedó estupefacta, se le quedó mirando fijamente a los ojos, Pablo levantó el puño, ella sonreía cómplice, por un momento dejó de escucharse la música, todo era silencio entre los dos, se la llevaban hacia la salida de la plaza, el siguió andando a lo lejos, no dejaban de mirarse y un halo clandestino los envolvió por unos segundos, olía a la tinta de las multicopistas, a las noches de amor en el viejo colchón de la casa de Lezcano entre panfletos y besos interminables.

Pablo se quedó en la esquina junto a la basílica, la vio alejarse entre el cariño de las dos chiquillas, la más joven llevaba una camiseta del Che bajo el abrigo:

-Sembramos semillas- pensó, mientras desde el cielo caían unas gotas gordas de tiempo del sur con tierra y aroma de siroco.

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