jueves, 14 de septiembre de 2017

Y en aquel torrente de fuego

La cal viva la trajeron ese 25 de abril del 37 en camiones de los caciques agrícolas apellidados Naranjo, cuyas propiedades estaban en la zona de Tamaraceite y San Lorenzo. Los vehículos que entraban marcha atrás al cementerio de Vegueta directos a la fosa común, que a esa hora del día ya había recibido los cuerpos de los militares republicanos de Sidi Ifni, más de 40 soldados, suboficiales y oficiales acribillados a balazos en el campo de tiro de La Isleta.

En un extremo cerca del muro más cercano al mar había un grupo de unos cincuenta hombres atados de dos en dos con cadenas en el cuello, tan apretadas que casi no podían respirar, allí estaban, rodeados de los falanges, que armados con los máuser les apuntaban a la cabeza esperando la orden de fuego del capitán Samper.

La cal caía sobre los cuerpos ensangrentados y los volvía blancos, parecían ángeles, si es que puede existir un concepto de ángel, una imagen de ángel, quizá de santa inocencia.

Aquella sangre absolvía el polvo, la volvía roja en algunos cuerpos, había varios hombres y una mujer que tenían contracciones, estaban vivos, posiblemente había fallado el tiro en la nuca a pie de fosa, se lo habían dado en un lugar de la cabeza donde la muerte no era instantánea.

El jefe falangista del barrio San Roque, Cristóbal Pérez del Rosario, junto al condecorado requeté, Antonio González Cruz, ordenaron que no los remataran “que era mucho mejor enterrarlos vivos”:

-No gastemos más balas en esta escoria marxista- dijeron mostrando sus dientes sucios y amarillentos, justo cuando entraba un nuevo camión cargado de cuerpos, más de veinte, eran los que acababan de fusilar en La Isleta aquella tarde, los que venían en el famoso “Camión de la carne”, dejando un reguero de sangre de un extremo a otro de la ciudad.

Samper pidió a los falanges en un contundente grito militar que “cargaran armas”, los hombres arrodillados a la fuerza, algunos lloraban, otros pedían por sus hijos y esposas, otros daban vivas a la República, a la libertad, a la clase trabajadora, hasta que un estruendo acalló todas aquellas voces, los pájaros que en ese momento cantaban en los laureles de indias salieron volando a toda velocidad hacia el palmeral junto a la playa de Triana, la sangre manaba de las cabezas destrozadas como torrentes, mientra Don Juan el cura de Telde pistola al cinto iba dando la extremaunción, a la vez que el tiro de gracia en la sien a quienes todavía movían alguna de sus extremidades:

-En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, quede extinguido en ti todo poder del diablo por la imposición de nuestras manos y por la invocación de todos los Santos, Ángeles, arcángeles, patriarcas, Profetas, Apóstoles, Mártires, Confesores, Vírgenes y de todos los Santos juntos. Amén- Oraba el cura con la sotana remangada manchada de sangre, se movía entre los cuerpos como si hubiera hecho ese trabajo durante toda su vida, con la pistola cargada, humeante, dispuesta a descargarla en la cabeza de quien diera evidencias de quedarle un halo de vida.

Luego el párroco pistolero hizo una especie de reverencia a la nada, con las manos hacia el cielo invocó en un canto que sonaba ridículo entre aquella terrorífica y dantesca escena de muerte y genocidio:

-Oremos. Te rogamos Señor mires con benignidad a tu siervo que desfallece en esta humilde morada del cementerio de Las Palmas, que desfallece con la enfermedad del cuerpo, y fortalece al alma que creaste; para que enmendada por los castigos, reconozca que ha sido por tu gracia. Por Cristo nuestro señor. Amén.-

La numerosa turba fascista, entre tricornios y tipos vestidos de azul con correajes, se persignaba a cada palabra del cura, arrodillados miraban a los cientos de asesinados, solo Pedro Amador y Justo Cubas, se morían de risa tras uno de los panteones, disfrutando de una de las botellas de las numerosas cajas de ron de caña que tenían preparadas para después de las ejecuciones.

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Sueño y mentira de Franco (Pablo Picasso, 1937)

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