"(...) La forma que tenían de agarrar los
libros era como la de unos grandes simios alejados de la naturaleza durante
siglos, ni siquiera leían los títulos, se fijaban más en los dibujos de las
portadas, si había algo parecido a un puño en alto, un grupo de gente
manifestándose, algún martillo, alguna hoz difuminada, alguna "A" de
una supuesta irreverente anarquía, metiendo "el material sospechoso"
en una caja de cartón gris.
Marcela y yo nos mantuvimos sentadas en el suelo,
de pie, dos policías de la "secreta" nos vigilaban, el más alto
fumaba rubio, el humo me llegaba y sentí ganas de aspirarlo, percibir como me
entraba por las vías respiratorias hasta hacerme olvidar aquel momento trágico
del brutal registro.
Nunca supe como llegaron al piso de Heraclio Sánchez,
estábamos tan alejadas del mundo en aquella especie de buhardilla, ni siquiera
nos visitaban los amigos de La Palma que también estudiaban en La Laguna, pero
allí estaban los esbirros, destrozando la puerta desde las cinco de la mañana,
atándonos con esposas las manos a la espalda, yo casi desnuda, solo en bragas y
camiseta, Marce con el pijama que le había regalado su abuela la última
Navidad.
Un hombre de bigote entró de repente y supimos que mandaba mucho,
porque el resto se puso firme sin dejar de seguir registrando el humilde piso
de estudiante, lo primero que hizo fue agarrarme por el cuello y levantarme en
peso:
–¿Dónde están las armas hija de la gran puta?- dijo. Yo no podía
responderle porque me estaba asfixiando, solo la pobre Marce le gritó que no
teníamos armas, que solo teníamos libros de filosofía y los panfletos que
habían encontrado en la caja de rapaduras. El tipo comenzó a darnos patadas
como un loco, casi no podíamos cubrirnos la cara porque no llegábamos a tiempo
de los golpes, en un rato el piso estaba rojo de sangre, yo sentía la cara como
adormida, igual que cuando te pinchaban anestesia para sacarte una muela, mi
amiga inconsciente boca abajo, yo no se como aguanté y pude decirle hijo de la
gran puta fascista.
Al rato se marcharon como vinieron, en un estruendo, a los
pocos días y por la descripción supe que el famoso Comisario Matute había
estado en nuestro piso, nunca entendimos todo aquel barullo, lo de las armas,
"las metralletas", que gritaba uno con labio viperino y acento andaluz.
Las dos nos quedamos abrazadas sin movernos, sin fuerzas para levantarnos, creo
que dormimos varias horas, cuando amaneció todo parecía una pesadilla, no nos
dijimos nada durante horas, cada una se fue a su mesa a estudiar para el
inminente examen de Antropología Filosófica, ya nunca fueron iguales las noches
en la casa de los sueños..."
Fragmento del testimonio de Nieves Guerra,
estudiante entre los años 72 y 77 en la Universidad de La Laguna (Tenerife).
Imagen: Violencia. Óleo de Alejandro Obregón Rosés, 1962. Colección de Arte, Banco de la República de Colombia. |
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