jueves, 11 de abril de 2019

La puta del amo (*)

El empresario tabaquero llegaba temprano al barrio de Las Meleguinas, un día más con su coche deportivo. Todos sabían a lo que venía. Ya era habitual su presencia. Nadie decía nada. Se limitaban a observar desde lejos cuando tocaba en la puerta de Ana María Morales, la mujer de Sinfo Santana, el joven asesinado por la Brigada del Amanecer nueve años antes, cuando se lo llevaron sin que hubiera salido el sol, directo a la Sima de Jinámar, para arrojarlo vivo a ese abismo volcánico con el camión repleto de hombres con la manos atadas, todos vecinos de la zona centro de la isla de Tamarán.
Su militancia anarquista en la CNT lo condenó nada más estallar el golpe de estado. No tuvo tiempo de evadirse. La noche siguiente al alzamiento fascista lo vinieron a buscar. En el grupo de facciosos estaban dos de los hijos del conde, un sobrino de la marquesa, un grupo de empresarios, entre ellos el conocido y millonario tabaquero. No le podían perdonar su activa acción sindical, la convocatoria de varias huelgas, su constante presencia en las fincas de los terratenientes, en cada empresa y latifundio. Por eso era tan odiado y jamás le iban a perdonar su activismo, su compromiso en la lucha por la clase trabajadora canaria.
El poderoso tabaquero accedió a la vivienda de Ana María. Sin decir nada se fue directo a la cama bajándose los pantalones, mientras la mujer asqueada, como siempre con ganas de vomitar tuvo que desnudarse, acceder a los caprichos sexuales de aquel psicópata miembro de Falange, con cientos de asesinatos en su siniestro currículum.
La relación era fría, la mujer se limitaba a callar, a no hacer nada, solo abrirse de piernas, ni siquiera sentía, era una especie de muñeca en manos de aquel criminal, responsable directo del asesinato de su marido, de todo tipo de aberraciones, torturas, pederastia, violaciones de mujeres con algún vinculo con la legítima y derrocada República y sus víctimas.
Todo comenzó semanas después de la muerte de Sinfo, cuando se presentó en la finca de tomateros donde ella trabajaba para agarrarla por el brazo, sacarla del invernadero y decirle que tuviera cuidado, que podía mandar a detener y asesinar a sus dos hermanos gemelos, que sabía que todos habían tenido relación con el sindicato anarquista.
Ella no pudo más que acatar aquellas amenazas, no reaccionar, guardar silencio, hasta el día que se presentó en su casa pidiéndole que le preparara un buche de café, tomando asiento en la cocina obligando a la muchacha a entablar una conversación con alguien que odiaba a muerte. Al rato la abrazó, la besó en la boca y cuando intentó resistirse la golpeó en la cara, violándola entre golpes en la misma mesa del humilde comedor de forma salvaje.
Luego, según pasaron los meses, se hizo habitual la presencia del empresario en su casa. El barrio entero lo sabía. La gente la miraba mal. Casi nadie le hablaba cuando iba a comprar a la tienda de aceite y vinagre del puente de La Angostura. La llamaban la “puta del amo” y las burlas eran generalizadas a la salida de la misa en Santa Brígida. Los hombres salían de los bares a su paso con los vasos de ron en la mano, ebrios de odio, para hacerle bromas sexuales, mientras ella agachaba la cabeza con su niña de la mano, huyendo como de un temporal de humillación, avanzando entre un terremoto de miradas lascivas, insultos y risas, que su niña por su corta edad no entendía, solo captaba que se reían de su madre.
Aquella tarde tomo la guagua hasta San Mateo, allí dejó a Noemí, su adorada hija, en casa de la tía Laura. Le comentó que tenía que estar varios días en una zafra del tomate en el sur, que por favor se la cuidarán hasta que volviera. Anduvo hacia la cumbre, subió por Las Lagunetas, siguió hasta Cueva Grande para llegar hasta Los Llanos de la Pez y adentrarse en el legendario bosque de pinos canarios, los que resisten el fuego de millones de años de volcanes. En una cueva indígena de los pueblos originarios isleños se sentó a esperar la muerte, no podía aguantar más los abusos de aquel criminal. El asco que la hacía vomitar a todas horas, el olor de la boca sucia del tabaquero, el apestoso sudor de aquel bastardo, que le impregnaba la piel aunque se bañara varias veces al día.
Pasaron las horas, llegó una maravillosa puesta de sol desde donde se avistaba el Roque Nublo, el Bentayga, los tajinastes blancos florecidos y esplendorosos, detrás el padre Teide, llegó una brisa cálida como de la nada y en ese momento se cortó las venas con un cuchillo de cocina, el liquido rojo manaba, no sentía dolor, un cierto placer desconocido, como si se vaciara por dentro de sangre y angustia. En su mente su niña, la imagen de Sinfo, de su amor eterno, su compañero en los días de lucha, de alegría, de fiestas, de libros maravillosos entre copas de vino, libertad y amor incondicional.
Se fue apagando lentamente, sonriendo, dejando atrás el infinito dolor, admirando esa luz de un sol descarriado, salvaje, primitivo, inundando la tempestad de rocas, de flores, de nubes rojas y negras, fulgurantes, libertarias, como rayos de vida.

(*) Relato publicado en el libro "Tormenta en la memoria" de Francisco González Tejera.

Pintura de Maria Lassnig, "Violación".

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