Tras la avalancha de humillaciones y abusos de todo tipo en los cinco meses de ingreso de mi padre Diego González García en la Clínica La Cajal de Las Palmas GC, llegó el día del Alta, no pude retrasarlo más a pesar de estar solo por ser hijo único con mi madre de 88 años y mi padre de 92 con una demencia senil muy avanzada y varias patologías graves.
Todo esto no fue óbice para que el médico, Sinforiano Rodríguez, concejal de Nueva Canarias en el Ayuntamiento de Galdar, le diera el Alta a mi padre sabiendo que en casa no podríamos cuidarlo con unas mínimas condiciones de salubridad y calidad de vida. El psicólogo Octavio de la clínica ejercía el juego sucio de policía bueno, cuando en realidad era tan mala persona como el médico, tipos acostumbrados a jugar con el dolor ajeno, con el trato de favor, con el enchufismo, con la maldad ilimitada, con la tragedia familiar de tener a una persona mayor abandonada en la sanidad privada por el corrupto Servicio Canario de Salud.
Mi padre sufrió mucho toda su vida por ser víctima del franquismo, vio como asesinaban a su hermano Braulio de solo 4 meses, cuando los fascistas irrumpieron en la vivienda de Tamaraceite buscando a mi abuelo, luego el fusilamiento de su padre, la miseria, el hambre, la persecución, para trabajar toda su vida como un cabrón, cotizar más de 45 años para verse ya en edad tan avanzada abandonado por el criminal régimen español de reyes, políticos corruptos, tricornios, toreros y mafia generalizada.
Ese día de julio de 2018 del Alta fue terrible, la ambulancia tenía que venir a las 16:00 horas para llevarnos a casa, pero intencionadamente para jodernos hasta el final los susodichos y vergonzosos personajes movieron hilos para que la ambulancia no llegara hasta las 02:00 de la madrugada. Recuerdo como todas esas horas mi padre al ver alterada su rutina me preguntaba por lo que pasaba, no entendía que yo estuviera allí tantas horas, que la espera fuera constante, sin que nadie en la Clínica Cajal diera una explicación, solo decían que la ambulancia no llegaba. En esas horas llegué a pensar de todo, incluso cometer una locura contra aquella instalación que tristemente me recordaba a un campo de concentración nazi. Me tranquilizaba, me levantaba, salía y el personal, en su mayoría muy joven y según me dijeron con contratos basura y condiciones laborales vergonzosas. No había explicaciones, solo miradas cómplices, el médico Sinforiano y el psicólogo Octavio pasaban aquella jornada plácidamente en sus casas posiblemente, a mi padre y a mi nos tocaba sufrir su intolerancia, su falta de sensibilidad, su comportamiento atroz con unos ciudadanos con derechos constitucionales. La ambulancia llegó cerrada la madrugada, el chófer y su acompañante me dijeron: "Compadre te han pegado la negra estos hijos de puta de la privada, es habitual con quienes nos les caen nada bien y ejercen la defensa de sus derechos". Allí nos fuimos a casa, no había casi tráfico, mi padre se quejaba, hablaba en voz baja, taciturno, sentado en el asiento de atrás quería soltarse el cinturón de seguridad, no sabía donde estaba, quería el calor de su camita, el cariño de su gente, tal vez de su madre Lola cuando todavía era un niño.
Jamás olvidaré, ni perdonaré lo que nos hicieron, lo seguiré denunciando mientras viva. En octubre del mismo año mi padre falleció después de cuatro meses en casa sin condiciones mínimas, mi madre y yo lo pasamos muy mal, tratamos de darle todo el amor que se merecía hasta los últimos momentos.
Diego en la clínica mostrando la foto de su padre, Francisco González asesinado por los fascistas, en un reportaje para Diario Público. |
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