domingo, 12 de noviembre de 2017

Los amantes de Tamadaba

El dolor en su pierna era terrible, sentía como si tuviera cristales microscópicos clavados en sus articulaciones, en las zonas más sensibles de sus huesos. María Rosa Cabello le ponía trapos mojados en el agua fría que venía de las zonas más altas de Tamadaba, pero era imposible evitar el sufrimiento, dolía demasiado y Miguel Lozano no podía gritar, si lo hacía se escucharía en medio Valle de Agaete, advertiría a los sicarios falangistas que llevaban una semana buscándolo.

La bala le había partido en dos el fémur y cualquier movimiento le generaba una molestia indescriptible, la mujer lo había recogido cuando lo vio llegar arrastrándose entre las tuneras, dejando un reguero de sangre que casi parecía un manantial de liquido rojo, María sabía que arriesgaba su vida al dar cobijo a un perseguido de los fascistas, pero lo decidió enseguida, ni siquiera se le pasó por la mente dejarlo abandonado y correr hasta el pueblo para avisar de la presencia de un rojo herido.

Lo metió como pudo en la vieja casa de una sola habitación, era un hombre de más de 1,90 de estatura y ella una mujer pequeña, frágil, delgada, pero tras casi media hora lo acomodó en su camastro sobre el colchón de paja, preparándole varias infusiones de hierbas recolectadas en al zona para tratar de que se durmiera y relajara.

Le entablilló el muslo con dos maderas atándolas muy fuerte, con la esperanza de que el hueso fracturado se pudiera pegar tras un tiempo de cuidados.

María vivía sola desde que su marido Pablo Dámaso había fallecido de tifus, a los pocos meses de casarse se aislaron del resto de la población y se internaron en el bosque para construir la pequeña cabaña de tejado, allí eran felices, solo bajaban a Agaete o Gáldar si tenían que hacer alguna gestión urgente, ya que en su refugio tenían todo lo que querían, varias cabras que daban leche y podían hacer queso, unas veinte gallinas que les suministraban huevos y en algunos momentos muy especiales su carne, los frutos del bosque en las laderas del El Hornillo, el agua que no paraba de brotar de la tierra, con la que regaban los escasos cultivos en varios bancales que construyeron.

Eran felices con muy poco y no tenían que soportar los abusos constantes de los terratenientes y sus perros de presa, tipos que ejercían de encargados de cada hacienda, que a la mínima usaban la violencia física con los hombres y la sexual con las mujeres.

A Pablo se la tenían jurada cuando aquella tarde de 1934 se enfrentó al mayordomo de los caciques de Arucas, de apellido Rosales, dándole un cabezazo tras el latigazo en la espalda que le dio con una vara de acebuche para que aumentara el ritmo de recogido de tomates. Le partió el tabique nasal y abandonó el trabajo, esa misma noche lo detuvo la guardia civil en su casa del barranco de Moya y le dieron una horrible paliza en el cuartelillo de la benemérita de Santa María de Guía.

Esa mañana cuando regresó repleto de heridas y magulladuras fue cuando decidieron aislarse de aquella sociedad feudal, recogieron lo poco que tenían y partieron andando hasta encontrar el paraje más lejano, más alejado de aquellos criminales que masacraban a los trabajadores con condiciones laborales que rozaban la esclavitud.

María le contó todo a Miguel Lozano y comenzó a comprender porque lo había acogido, refugiado en la casita de las flores y los árboles gigantes, donde el único sonido que se escuchaba era el de los manantiales, las águilas, los cuervos, los pinzones y jilgueros.

En unos meses Lozano empezó a caminar con unas rudimentarias muletas que le construyó María, la ayudaba en lo que podía en las tareas agrícolas, limpiaba la casa, le hacía la comida, unos potajes de berros con zanahorias, papas y batatas, que inundaban aquellos páramos de un olor que invitaba a disfrutar, a saborear en cada cucharada todo lo bueno que les entregaba la naturaleza.

Una noche cuando menos lo esperaba y mientras veían las estrellas sobre una manta María lo besó en los labios y le incendió el corazón, sintió el sabor de aquella boca pura, el calor de su cuerpo en el abrazo interminable, el amor que ambos habían olvidado huyendo de la tristeza, de la opresión, del sufrimiento y de la muerte, no salieron de la cama en varios días, se amaron como nunca habían amado, a manos llenas, saboreando cada poro, cada centímetro de piel, de ternura, cada caricia de un amor que en unos días parecía que se había hecho eterno.

Miguel sabía que aquella felicidad no podía durar mucho, que tarde o temprano lo encontrarían y que María pagaría por haberlo escondido, también tenía muy claro que ya no se podían separar pasara lo que pasara, que se amaban demasiado.

La tarde del 4 de mayo de 1937 escucharon varios disparos y enseguida supieron que no eran cazadores, los máuser sonaban de otra forma, era otro estruendo que estremecía el alma, se subieron al pino ancestral de más de cuatrocientos años y vieron un grupo numeroso de falangistas persiguiendo a dos hombres cerca de la Vecindad de Enfrente, como los acorralaban golpeándolos salvajemente, hasta que uno de los fascistas dio la orden de acribillarlos a balazos:

-Tenemos que irnos de aquí mi niña si queremos salvar la vida- dijo Miguel entre lágrimas y abrazado a María sobre el viejo árbol.

Esa misma noche soltaron las cabras y rompieron el gallinero para que las aves camparan libres por la foresta, recogieron provisiones, dos lebrillos de gofio, varios quesos duros, la carne salada y seca de varios conejos, una caja de sardinas saladas, partiendo lentamente hacia la inmensa cuesta, se ataron unos trozos de mantas sobre las alpargatas para no dejar huellas, cambiaban constantemente de ruta y con una hoja de palmera iban borrando cada paso, ya no se escuchaba nada, ni un disparo, pero sabían que aquellas bestias los buscaban, que no pararían hasta encontrar su refugio y asesinarlos.

Cuando llegaron a Tamadaba desde el acantilado se veía todo, los barcos llegando al puerto de Agaete, los movimientos de los fascistas subiendo al valle, avanzando hacia La Aldea de San Nicolás, parecían estar en el cielo y observar cada trozo de vida, cada pedacito de existencia.

Allí se desvanecieron en la nada, nunca más se supo de los amantes, solo Juan Amador, pastor de cabras de Guayedra, contó una noche a unos caminantes alemanes que eran dos fantasmas, que a veces se les veía volar entre los pinos, que se encendían fuegos en lugares imposibles de acceder, pero que luego se apagaban como luciérnagas de invierno, seres mágicos que a veces dejaban un rastro que olía a flores salvajes, a orégano de monte, al poleo de los riscos de Faneque.

http://viajandoentrelatormenta.blogspot.com.es

Vista del Roque Faneque desde Tamadaba y el Teide al fondo

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