jueves, 16 de noviembre de 2017

El viento, el olor a ensaimadas, la tristeza

La rica fragancia de las ensaimadas recién salidas del horno en la dulcería “La Madrileña” en Triana, se mezclaba con el olor del carburante de los coches, un tráfico ensordecedor de ida y vuelta por la vieja calle, se acercaban las navidades del 65 y el Palacio de los Juguetes estaba abarrotado de madres que encargaban los Reyes a sus hijos pagando en varios plazos de “fiado”, en la primera planta del colegio Santa Rosa de Lima se escuchaban los acordes de la escuela de timple de Totoyo Millares.

La Policía Armada recorría las dos aceras con metralletas en las manos entre la multitud, miraban a los miles de rostros como tratando de encontrar alguna facción subversiva, un color de ojos sospechoso, una boca roja, una nariz orientada a la izquierda, tipos grises no solo de uniforme, tristes, haciendo cada día el mismo recorrido desde la Plaza de la Feria al mercado de Vegueta, buscando los restos de una resistencia casi inexistente, conscientes de que en su mayoría llenaba los pozos y simas volcánicas de la nebulosa isla redonda.

Esa tarde de diciembre se vieron Germán Pirez y Fernando Sosa, ambos fijaron sus ojos en los del otro y siguieron andando sin saludarse, el mínimo gesto podía ser sospechoso, siguieron avanzando hasta el Puente Palo a unos metros de distancia. Sosa observaba curioso la peculiar forma de caminar de Pirez, sus pasos lentos, la energía de sus manos de ajedrecista, de heroico luchador antifascista, primero en el Quinto Regimiento en Madrid, más tarde en el exilio como partisano de la Francia ocupada pos los nazis.

Germán miraba de reojo, parecía controlar todo lo que sucedía a su alrededor, como si tuviera ojos en la nuca, una visión más allá de su vista, un sexto sentido, tantos de años de clandestinidad desde que decidió regresar a España en el año 1952.

Se adentraron en las calles de Vegueta, Fernando entró en un bazar a comprar El Alcázar, se lo puso bajo el brazo sin ojearlo, caminó hacia la Plaza del Pilar Nuevo, Germán se quedó en la esquina de Pedro de Vera hablando unos instantes con una vendedora de flores, de pequeñas macetas con rosas multicolores, le compró un clavel blanco y se lo puso en la solapa, siguió andando elegante y entró a un bar en la trasera de la catedral.

En una de las mesas dos hombres mayores jugaban al ajedrez, el guerrillero se quedó mirando la partida, en menos de un minuto vio toda la estrategia en el tablero, supo enseguida las cuatro opciones posibles de jaque mate de los dos ejércitos de figuras, no dijo nada, sonrió levemente imaginando lo que haría si estuviera jugando en cualquiera de las dos sillas, pidió una cerveza y se sentó en la mesa del fondo, la más oscura, todavía con restos de pan bizcochado y queso duro.

Fernando entró abrigando su cuello con la bufanda del fuerte viento helado que inundaba las calles de Las Palmas, pidió un coñac, se frotó las manos mirando hacia la calle, a las palomas que revoloteaban tras una camioneta repleta de trigo.

Germán le hizo un gesto con la ceja y se sentaron juntos, no se saludaron aunque quisieran abrazarse tras doce años sin verse, hablaron en voz alta de fútbol para que el tendero escuchara todo, de las paradas épicas de Ricardo Zamora, del buen hacer de José Samitier, de la técnica depurada de Jacinto Quincoces, de lo bien que le iba al Barcelona con Ladislao Kubala.

En un instante el tono de voz bajó, no se escuchaba nada, parecía que en el bar no había nadie, solo los hombres en silencio jugando al ajedrez y dos seres invisibles en la última mesa:

-Chacho que ganas tenía de verte joder ¿Cómo estás camarada?- dijo Fernando con su mirada fija en los ojos de Germán.

-Combatiendo, organizado en la célula del Frontón, esto está muy mal, nos mataron a todos los hermanos, solo quedamos unos pocos organizados y en una fragilidad que se palpa- comentó Germán con las manos apretadas una contra la otra sobre la mesa-

-¿Qué puedo hacer por ustedes? Dime y estoy dispuesto a colaborar en lo que estimes querido amigo aunque me juegue la vida- habló Fernando con una voz que solo se podía escuchar a muy poca distancia, casi un susurro, mientras el tendero atendía a dos muchachas con el uniforme de la Sección Femenina que habían pedido un café en la barra.

Germán no dijo nada, solo lo miró y le hizo una señal picando un ojo, en la puerta había dos tipos altos con gabardina y sombrero, se levantó y pidió la cuenta, pagó con varias pesetas y salió a la calle, perdiéndose en el laberinto del barrio colonial.

Fernando se quedó solo, no probó el coñac, lo vació sin que nadie lo viera en el suelo, se encaminó hacia la puerta, los tipos altos se le quedaron mirando unos instantes, estaba tranquilo, tenía la documentación falsa desde que volvió de Venezuela, ya no se veía a Germán, el viento parecía arrasar por aquella levedad, el estómago revuelto, el miedo en la piel, ruido de pasos que solo podían ser de policías, pero no lo eran, eran niños que corrían saliendo del colegio de las monjas en la calle Reyes Católicos, una chiquilla pelirroja se le quedó mirando, lo saludó con la manita, la cara triste, él le contestó con una sonrisa, la tarde se avecinaba oscura y tormentosa.

http://viajandoentrelatormenta.blogspot.com.es

Pintura de Luis Felipe Noé

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