viernes, 29 de septiembre de 2017

Vagabundo de los pájaros

Cada pájaro venía del interior de la isla de donde los restos del bosque de laurisilva, tierra adentro volaban entre la sequedad de los caminos baldíos, el sueño de los siglos entre el legado de los aborígenes olvidados por los nuevos dueños de la tierra, hombres de azul del yugo y las flechas, los tricornios, los reverenciados himnos militares y la sangre inocente manchando cada espacio natural, cada flor, cada piedra volcánica, los agujeros del territorio insular, los pozos, el inmenso mar plagado de cuerpos masacrados.

El pobre Julián Garrido, tan viejito, salía de la chabola bajo los riscos de Bocabarranco y veía que llegaban los gorriones a miles a devorar el pan mojado que les ponía encima de las piedras, pan seco, pan viejo, pan eterno, que recogía cada madrugada en la panadería del barrio marinero de San Cristóbal, el pan que nadie quería, las sobras, que le servían de alimento, pero también para la tropa de seres alados que los buscaban cada día, cada instante desde que tintineaba el primer rayo de sol en el poniente, al trasluz de la aurora.

Una de las pájaras rodeada de hijos chillones, con el pico abierto, conocía bien a Garrido, se le posaba hasta en la cabeza, sabía que ese humano no era como los demás y confiaba en sus ojos azules, su melena larga, la barba pelirroja que casi le llegaba a la cintura.

A veces se metía entre la selva infinita de pelos para buscar alguna migita de pan, un grano de alpiste, la semilla de un cardo, los manjares que aquel hombre considerado un “loco” por el resto de humanos preparaba cada día para sus hermanos de plumas y picos invencibles.

Casi nadie sabía quien era Julián, porqué en aquellos años 50 seguía viviendo en la exclusión social en su playa perdida, observado con curiosidad cada día por los escurridizos halcones peregrinos desde lo más alto de los acantilados, allí donde nidificaban y se lanzaban en picado a una velocidad inexplicable en busca de las confiadas presas.

Muy pocos camaradas sabían que Garrido había muerto para el régimen franquista, que siempre lo creyeron desaparecido en la Sima de Jinámar, arrojado por el guardia Pernía, el del escupitajo en la cara que desarrolló un cáncer maxilofacial a los quince años de uno de sus horrendos crímenes, nadie supo que Julián sobrevivió que logró saltar del camión sigilosamente, justo cuando los traían de Las Palmas para iniciar la subida andando hasta la siniestra chimenea volcánica.

Vivía sin identidad, “el viejo borracho” lo llamaban cuando lo veían en Vegueta y los falanges y guardias civiles lo retenían para que les recitara alguna de sus poesías entre burlas, Julián les recitaba a poetas rusos, polacos, rumanos, checos, sirios, libios, egipcios, algo de Lorca o Machado, las letras menos conocidas, sin que los esbirros de uniforme supieran de quienes eran aquellos versos, pensaban que eran del viejo barbudo, del pobre loco que se alimentaba de las sobras de los señores del barrio colonial.

Nadie supo jamás que Julián Garrido subía a la Sima cada noche vispera del 1º de Mayo, siempre solo, aprovechando la oscuridad, escudriñando los senderos más ocultos, sin luces, orientándose por las estrellas, recordando cada piedra, cada surco, cada reguero de huesos perdidos en el camino de la tristeza.

Allí se sentaba desde que llegaba sobre las doce de la noche, cruzaba las piernas como si meditara, no rezaba, solo cerraba los ojos y parecía sentir las presencias de sus hermanos, compañeros del alma, camaradas de tantas luchas, arrojados al abismo desde la sangrienta noche del 18 de julio del 36.

El vagabundo del espacio se acurrucaba luego en posición fetal muy cerquita de la “bajada de la muerte”, no se dormía del todo, miraba las estrellas, conocía cada constelación de sus años de maestro de escuela en Cueva Grande, en aquella escuelita de niñas y niños de ojos limpios a los que enseñaba bajo los árboles el funcionamiento de la Tierra, de lo mágico, de lo eterno.

Había dejado de soñar hacía muchos años, pero alguna de esas noches parecía que en aquel espacio de exterminio notaba las pisadas de los muertos que subían a recibirlo, alguna risa, algún llanto, algún canto, alguna triste arenga de los asesinos en el momento de ejecutar la nauseabunda fragancia de su odio.

Luego regresaba por donde vino, nadie lo veía, nadie sabía, nadie supo, solo algunos pocos de su existencia, su verdadera identidad tras la inmensa barba roja, el pelo largo y los poemas, los cuentos que contaba a los niños los domingos en la Plaza del Pilar Nuevo, muy cerquita del mercado.

Cada mañana los pájaros esperaban que despertara, no se atrevían a comer sin que los ojos azules aparecieran de lo profundo de la humilde vivienda de madera, sin que los recibiera con la sonrisa azarosa de la ternura.

http://viajandoentrelatormenta.blogspot.com.es


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