viernes, 29 de septiembre de 2017

El amparo de la lluvia

Las tres niñas deambulaban subiendo desde Los Berrazales a Tamadaba por el camino de El Hornillo, subían la dura cuesta y la intensa lluvia de noviembre del 37 les recorría el cuerpo de la cabeza a los pies, el pelo mojado, las tres de la mano avanzaban a un destino desconocido desde la noche anterior, cuando huyeron tras el asalto de los falangitas a su casa del barrio San Pedro.

Las chiquillas salieron corriendo cuando los fascistas echaron la puerta abajo para detener a su madre, el miedo les pudo, no querían verse en manos de aquellos seres oscuros, sabían bien que les esperaría un internado gestionado por monjas y curas, donde el robo y la venta de niños era el negocio habitual.

Brotaban manantiales espontáneos de la tierra a borbotones, ahí aprovechaban para beber el agua fría, le dolían los dientes por la baja temperatura al tragar el liquido puro que venía de las profundidades.

Marta de 11, Julita de 9 y María Dámaso de 7 años se refugiaron de la lluvia en una vieja casa abandonada, comenzaba a oscurecer y decidieron pasar la noche, no tenían comida y se abrazaron en un rincón bajo el tejado de barro, el único sitio seco, acurrucándose unas contra las otras hasta parecer un suelo cuerpo.

Julia sacó de su bolsito un mendrugo de pan duro, lo partió en tres trocitos iguales y se lo comieron muy despacio, saboreando cada miga y cerrándoseles los ojos por el cansancio y el sueño, hasta quedarse dormidas profundamente imaginando que su madre las abrazaba y besaba como cada noche en la camita donde dormían las tres juntas.

Afuera se escucharon pasos, ninguna de las tres niñas escuchó nada y alguien entró en la casa, era una mujer con el pelo largo, un vestido marrón y unos ojos brillantes como la luna.

Se quedó mirando a las chiquillas con media sonrisa y rostro de ternura, María la más chiquita temblaba de frío, se aferraba a los cuerpos de sus hermanas como en un sueño lejano en busca de un carro repleto de juguetes, de payasos y colores.

La mujer sacó una manta de lana de oveja muy gorda de un saco de plátanos, las tapó, era tan grande el abrigo que había hueco de sobra, las apretó con sus brazos, hizo un fuego a la entrada y preparó una comida, todo tipo de ingredientes, verduras, especias, un trozo de carne de cabra, inundándose la vieja vivienda de una fragancia ancestral.

Las niñas despertaron con el calor de la manta, ya había amanecido, el fuego casi extinguido, solo algunas brasas y encima el caldero echando humo y olores a puchero, al potaje que siempre preparaba su abuela Rosita los domingos de Semana Santa.

Comieron copiosamente y sorprendidas, devoraron hasta la última gota del mágico alimento, desde el Valle subía la niebla, el rocío les impregnaba sus cabellos, salieron de la casa y había unas huellas recientes en el barro, tres mochilas repletas de comida y una flor de lavanda. 

http://viajandoentrelatormenta.blogspot.com.es

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