miércoles, 27 de septiembre de 2017

Periplo de la nieve

Primero llegó Manuel Góngora al barroco café del barrio del Ostermalm en Estocolmo, el majorero tomó asiento en la zona más alejada de la barra, en un rincón con una mesita llena de periódicos y revistas, se quitó el abrigo y lo colgó en la silla de al lado, limpiando antes los copos de nieve, frotándose las manos, recuperando el calor con la calefacción de aquel humilde lugar.

Al rato se abrió la puerta y la vio entrar con un gorro de piel, un abrigo negro que le quedaba grande, observó el brillo de sus ojos, su radiante rostro, era la María de siempre, María del Carmen Hernández ¿Cuánto tiempo habría pasado? Tantos años de ausencia.

Ella fue directa a la mesa, Manuel se levantó y se fundieron en un abrazo muy largo, sintió su olor, el mismo de aquellos años en Valverde antes del estallido, antes de la sangre, antes de la masacre, antes del genocidio.

Tenía arrugas en los ojos:

-El tiempo no perdona querido hermano, camarada, ha sido muy duro el periplo- dijo ella mientras se quitaba el abrigo y debajo un jersey andino de lana de alpaca.

Tomaron asiento, vino la camarera, una chica rubia con los ojos azules, les habló en sueco, el contestó pidiendo un café solo para el y para ella una infusión de menta con unas galletas rellenas de nata y fresas:

No se habían visto desde febrero de 1938 en Madrid, cuando tuvieron que separarse ante el avance fascista, ella para Valencia, él para Zaragoza, hasta que ambos cruzaron la frontera por distintos puntos entre el Pirineo aragonés y catalán, luego la resistencia en Francia contra los nazis, los dos separados, tan distantes cada uno en su lucha que los dos pensaban que el otro, que la otra ya había muerto como pasó con tantos españoles, con tantos canarios que optaron por la defensa de la libertad hasta la victoria o la muerte.

Por casualidad en el exilio sueco alguien le dijo a Maricarmen que Manuel vivía en el barrio de Avenyn en Gotemburgo, consiguió su teléfono y lo llamó, no estaba y recibió el recado cuando llegó del trabajo de Agnetha su esposa, el corazón se le aceleró, tuvo que sentarse en el viejo sillón de los abuelos, no se lo creía, no imaginaba que también hubiera sobrevivido a la guerra y a los horrores de los campos de concentración en Polonia.

Se miraron en silencio un buen rato, se tomaron de las manos muy fuerte, los ojos de María seguían igual de lindos, color miel con un tono verdoso, sonreía, así estuvieron un largo instante que se hizo eterno, hasta que ella comenzó a hablar, le contó los momentos de la huída de España tras la derrota en Madrid, las aberraciones en el campo de Birkenau, como llegó a pesar solo treinta kilos, las veces que se creyó muerta y cada mañana volvía a abrir los ojos, la fila diaria de seres humanos que iban a ser exterminados, familias enteras con niños, ancianos, mujeres y hombres que avanzaban lentamente en la fila hacia las cámaras de gas para ser ejecutados.

No se soltaban las manos, el le habló de la cárcel en Francia, de las torturas, de los años en el campo de Belzet, la misma angustia, el mismo dolor, la misma muerte, el mismo sufrimiento.

Ambos rondaban los sesenta en aquel momento, eran chiquillos cuando salieron de El Hierro en el barco de pesca de Santiaguito Chinea “El Gomero”, la suerte que tuvieron de conocer a la mujer que llevaba la oficina de la empresa inglesa de tomateros para poder escapar de la tortura y la muerte de las brigadas falangistas del amanecer en Canarias.

Luego hablaron de cosas banales, de los hijos, del exilio, de España, de las veces que habían pensado volver y hacer trabajo clandestino, pero los enormes obstáculos que a veces ponía el propio PCE de Dolores Ibarruri y Santiago Carrillo, los camaradas muertos, la lista interminable, innombrable, era imposible recordarlos a  todos, hasta que decidieron guardar silencio, en la ventana se estrellaban los copos de nieve, no se comieron ninguna galleta, en la radio sonaba una vieja canción en inglés, parecía de Sinatra, las manos siguieron unidas, los ojos húmedos por lágrimas ancestrales que esperaban el momento justo para brotar, el calor de la tierra isleña en su corazones destrozados.

http://viajandoentrelatormenta.blogspot.com.es

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