sábado, 16 de septiembre de 2017

Amor maternal entre el averno

Aquella tristeza era tan grande que daba igual que la fusilaran, que el paredón lo integraran hombres temblorosos, casi abriles lluviosos, como si el estruendo de los disparos no fuera más que una ayuda para liberar el dolor inmenso.

Eso pensaba Lola Andueza Ramírez, cuando la sacaron del prostíbulo en la mayordomía de El Conde de la Vega en la vieja hacienda de Pajonales, cansada de las brutales aberraciones sexuales de los falanges de San Bartolomé de Tirajana, Santa Lucía, Ingenio, Carrizal y Telde, con el cuerpo quebrado por los abusos y la tortura, ya todo le daba igual, la empujaban, la golpeaban, la pateaban, todavía en su sexo y su ano la sangría de las violaciones masivas de los falanges, pero la valiente Dolores seguía adelante con la cabeza siempre alta, el fusilamiento sin consejo de guerra, ella sabía que a las mujeres nos las juzgaban tribunales de militares criminales, que la muerte era directa, que jamás se visibilizaba el crimen femenino, que se ocultaba por la absurda moral católica, aunque los curas eran los primeros en acusar para que las asesinaran.

El coche cedido por la Condesa, el que usaba para sus traslados a la mansión de Jinámar, lo había cedido con orgullo para la matanza de rojos, allí llevaban a Lola y a dos hombres masacrados, ambos sangraban por nariz y boca, el anarquista de la CNT, Tito Hernández, conocido futbolista y centrocampista del Marino FC, junto a Mario Calcine, escultor joven, de menos de quince años de la escuela del pintor Felo Monzón Grau Bassas y afiliados a la JSU, el auto avanzaba a gran velocidad por la pista de tierra hacia la montaña de Tauro, donde existía un cementerio aborigen, los restos del otro genocidio de la conquista castellana.

La muchacha con ojos enrojecidos, azules como el cielo de agosto miraba el recorrido, los pinos, algunos centenarios, el olor a retama, a tierra africana, no se venia abajo, aún sabiendo que lo que le esperaba era el inevitable tiro en la nuca, la fosa común en algún lugar perdido de la montaña sagrada, donde las aguilillas ejercían su atávico ritual entre el abismo y el viento del sur.

Por unos instantes entre los brutales pellizcos de los sicarios fascistas en sus muslos, recordó la noche de amor con Julio Zamora, el joven maestro comunista de Ayacata, cuando subieron hasta Los Llanos de la Pez y se amaron sin condiciones entre la brisa, la niebla que inundaba aquel diciembre del 35, la nebulosa trémula y republicana tras el triunfo de la esperanza, los besos, el sabor de unos labios que no querían separarse jamás, dos cuerpos unidos, dos almas reencontradas tras el paso de los siglos, que se reconocían en cada mirada, en cada caricia, entre los susurros y jadeos bajo la noche estrellada.

El vehículo se detuvo bruscamente en una curva y se adentró por una pista con muchos baches rodeada de tabaibas gigantes, recorrió unos cuantos kilómetros en un paraje desconocido, en el asiento delantero los falanges se pasaban las botellas de ron de caña y Alfonso Corujo requeté majorero dijo:

-Esta puta roja está tan violada y jodida que ya tiene el sucio conejo como un bebedero de pollos, habrá que matarla sin disfrutarla-

Sacaron a la mujer y a los dos hombres atados y los pusieron de rodillas ante un agujero volcánico minúsculo, el lugar donde los cazadores de Fataga tiraban a los podencos que no cazaban, Mario Calcine dio varios vivas a la República, el futbolista callaba, pero si miraba a la cara de los asesinos, no decía nada, hablaba con sus ojos marrones, sin miedo, como si estuviera en una de las finales del Campo España contra el Real Club Victoria.

Dolores sintió la fuerza indomable de los dos hombres heroicos, de sus entrañas le salía un amor maternal, invencible. Sentía ganas de acurrucarlos en sus brazos, que todo aquello fuera una horrible pesadilla, que pudiera mimarlos como sus niños, los hijos que jamás tendría.

Alfonso Trujillo Bordón, el guardia civil de Ingenio, al grito de ¡Fuego! del jefe falangista Eustasio Padrón Novo, disparó en sus nucas sin mediar palabra, una detonación que no parecía que saliera del cañón de una pistola, más bien el graznido de una siniestra ave del averno.

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De “El huevo de la serpiente” – © Carlos Bosch

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