"(...) Aquello era el diablo, todos los días llegaban aquellos pobres hombres pa ser fusilados, los traían en los coches de Falange prestados por los terratenientes, algunos ya estaban en el campo de concentración de La Isleta, a otros los trasladaban desde el campo de Gando en donde está el aeropuerto, desde la madrugada los veía amarrados, sentados allí fuera de los barracones con las caras blancas como la cal, algunos llorando, otros que parecían paralizados y a los que guardias no los dejaban hablar entre ellos, venían pa ser fusilados en el campo tiro, dos curas de las parroquias de El Puerto se encajaban allí pa ayudarle a Don Teodoro, el capitán capellán militar, a dar la confesión, algunos se negaban y los acusaban de apadrinar el crimen, otros como corderitos entraban en aquel juego de cruces y sotanas, los curas privaos se sentaban con ellos y les pedían por Dios y la Virgen el descanso eterno, que los perdonaran por ser comunistas, socialistas, anarquistas, republicanos o simplemente haber ayudado a los más pobres. Era terrible verlos allí esperando la muerte, ellos lo sabían, los habían condenado meses antes en los Consejos de Guerra que celebraban en el Cuartel de Ingenieros, al lado del bar de oficiales. Parecía carne fresca pa los pelotones de fusilamiento, casi una hora antes iban llegando los falangistas de Las Palmas, Arucas y Telde con sus familiares pa ver el espectáculo, traían hasta comida: sardinas saladas en cajas de madera, cachos de queso de cabra que iban cortando pa repartirlo, botellas de ron pa los hombres y zumo de limón pa las mujeres y los niños. Yo me quedaba asombrado por como insultaban a los reos, les decían de todo, lo más pequeño Puto rojo, hijos de puta, masones, separatistas..., también cuando los mataban y antes de que cayeran muertos al suelo ya estaban aplaudiendo y dando vítores como si vieran un partido futbol. Seguían comiendo y bebiendo mientras los militares y los curas daban el tiro de gracia, no les daba asco la sangre ni las vísceras esparcidas por el picón, los trozos de cerebro pegados a las piedras volcánicas como si fuera cochinilla. Ellos seguían comiendo y bebiendo, aplaudiendo y dando gritos mientras cada hombre era asesinado. Los oficiales parecían las estrellas de un musical, eran animados y admirados por el público desde el carguen armas, apunten, fuego. Nunca entendí todo aquello, sentía mucho miedo, me ponía muy triste, solo me acercaba obligado, cuando me ordenaban estar allí pa recoger a los muertos y subirlos al camión de la carne..."
Fragmento de la entrevista realizada a Sebastián Pérez Cerpa, recluta entre julio del 36 y diciembre del 37 en el Cuartel de Artillería de La Isleta, realizadael 12 de enero de 1991 en la casa de su hijo Manolo en el barrio de Casa Ayala (Las Palmas de Gran Canaria).
Imagen: Prisioneros capturados por los golpistas en Utrera (Sevilla), tras el golpe fascista de julio del 36 contra el gobierno legítimo de la República. |
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