Carlos Mortes Rufino, salió aliviado pero a la
vez muy triste del Cuartel de Ingenieros de La Isleta, lo habían dejado marchar
libre de todo cargo, pero a cinco de sus compañeros los habían condenado a
muerte, sabía que ni siquiera se podría incorporar a su puesto de funcionario
del municipio de San Lorenzo, que estaría de por vida estigmatizado por rojo y
comunista, la piernas le temblaban cuando bajaba la calle Faro y vio pasar
varios camiones cargados de fusilados dejando un reguero de sangre. Los disparos
del pelotón se escuchaban en todo el Puerto de Las Palmas, cientos de camaradas
eran asesinados sin que se moviera una mosca, entre el silencio de un pueblo
desarmado, asustado y triste.
Llegando
a la calle Albareda lo esperaba sus esposa Soledad Doreste Alonso, la pobre
estaba muy triste, no sabía quien le había dejado la nota en la puerta, pensó
que podía ser una encerrona de los asesinos fascistas de Tamaraceite, pero
acudió caminando desde el pueblo bajando por Las Perreras y los riscos de
Guanarteme hasta el lugar donde le dijeron que esperara. Se dieron un abrazo
tan fuerte que no se podían separar, fue Carlos quien le dijo al oído que
tuviera cuidado, que lo soltara, porque podían llamar la atención de una ciudad
repleta de espías del nuevo régimen.
Andaron
juntos de la mano, Carlos cojeaba por las brutales torturas que sufrió junto a
sus compañeros desde que lo detuvieron la noche del 29 de julio del 37, no
pararon de caminar mirando de vez en cuando hacia atrás, nadie los seguía,
parecía que se alumbraba una vida nueva si lograban salir en barco hacia
Venezuela en las próximas semanas.
Esa
noche se acostaron pronto después de cenar leche de cabra con gofio, la cabrita
la tenían en la azotea de la casa de La Montañeta, era una miembro más de la
familia desde se que la regalaron siendo una baifilla a Carlos para que se la
comieran por Navidad. Ninguno de los dos se atrevió a matarla, era como una
hija juguetona que saltaba y se divertía entre las piernas de la pareja.
Cuando
todavía no eran las tres de la madrugada se escuchó el estruendo, alguien
tocaba puerta, Carlos abrió los ojos y le dijo en voz muy baja a Sole:
-Vienen
a por mi, se fuerte amor mio, no hagas ni digas nada-
La
muchacha se quedó aterrada, inmóvil en posición fetal, mientras su marido se
levantaba y se ponía los pantalones. Lo vio cojeando abrir la puerta y como dos
hombres con gabardina negra y sombrero le apuntaban con sus pistolas. Se lo
llevaron y dejaron la puerta abierta haciéndose un silencio aterrador, solo
ladraban algunos perros que barruntaban muerte.
Soledad
salió y vio como el coche partía hacia el norte, se veía la cabecita de Carlos
en el sillón de atrás con uno de los esbirros al lado, el humo del vehículo se
mezclaba con la niebla que parecía brotar de la tierra tras la leve tormenta
veraniega.
Nunca
más se supo del comerciante catalán, nadie ocupó su puesto en un Ayuntamiento
desolado y con su alcalde comunista condenado a muerte, era imposible no
extrañarlo, imposible olvidar su labor de apoyo a las familias más humildes,
como se volcaba para ayudar a quienes no tenían nada. Sole guardó su legado en
una pequeña cajita de madera, jamás nadie lo reconoció, sigue perdido en las
listas de los miles de asesinados en Canarias, los malditos, los que jamás
recibirán su digno homenaje para la historia.
Pintura de Ignacio Vexina (Argentina) |
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