La grandeza de Diego consistía en haber perdido una parte remota de su mente y seguir sensible a la mirada limpia de una niña, de un niño, parecía como si los tiempos en que jugaba en el suelo con 80 años con sus nietas jamás hubieran pasado.
Por eso aquella mañana fue tan especial, cuando comenzaba la demencia no dejaba de preguntar por su nieta de Las Palmas, mi madre le decía que vendría ese fin de semana, tal vez mañana y llegaba ese día y seguía preguntando, era lo que más quería en el mundo, le dio tanto amor que un hilo imaginario de luz lo unía con aquel trocito de brisa marina con cuerpo de niña. Aquella mañana, meses antes de su muerte, con la memoria perdida, solo en su mundo, sin querer comer, incómodo en la silla de ruedas, cuando vio aquella niña, hija de una prima, su cara casi insensible se llenó con una sonrisa casi pétrea, sus ojos se tornaron repletos de luz y fantasía, como cuando jugábamos entre la vegetación de los estanques de barro.
-¡Hola mi flor linda! ¿Por dónde entraste qué no te había visto?
La niña lo miró con ternura, sonreía, pero Diego veía a su nieta querida, tal vez pensó que algo mágico hizo que aquel pedacito de amor había atravesado las paredes, que cualquier flor de jardín se había convertido en la niña con la que jugó cada día durante seis o siete años, revolcándose en el suelo, metido en la caseta infantil entre muñecas, dinosaurios de colores y perras dormilonas.
Al rato volvió a su estado natural, el silencio, la seriedad, la molestia de los años, de la enfermedad, la niña se había marchado, supe al instante que era un sueño más, la manifestación del amor que anduvo entre sus venas hasta el último instante de vida.
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