jueves, 12 de octubre de 2017

En la inocente soledad

El franciscano llamó a Berto y Fabián Navarro al confesionario para recriminarles su comportamiento, Don Ramón, el fraile vallisoletano había venido a Las Palmas a los pocos años del golpe de estado fascista del 36, tenía muy mala fama entre los menores internos por su extremada violencia, le gustaba agarrar por las orejas y despegarlas parcialmente con sus tirones, mientras les soplaba su aliento fétido en la cara de los chiquilllos.

Más de una noche solía rondar por los dormitorios para hacer tocamientos en los genitales de los niños, no dejaba de rezar entre abuso y abuso, también en algunos casos se los llevaba a su celda para consumar con más tranquilidad sus violentas prácticas sexuales.

Esa era la tónica habitual en este centro dependiente de Acción Social de Falange en el barrio colonial de Vegueta, la mayoría de los monjes forzaban a los menores, sobre todo si eran rubios con los ojos azules o verdes, antes de ser vendidos a cualquier familia pudiente que pagara el alto precio de estos niños robados a familias de republicanos asesinados.

Los dos hermanos vieron al siniestro religioso con sus hábitos al fondo de aquel oscuro cajón de confesión, les llegó el asqueroso olor de su halitosis crónica, la pestilencia a sudor por no haberse bañado en semanas, los obligó a arrodillarse de un grito, los chiquillos temblaban:

-Ave María purísima hijitos míos habéis pecado de nuevo y ahora ya no podré perdonaros, ya no bastara con la mamadita, esta vez tendréis que asumir las consecuencias- dijo con una voz que sonaba infantil y afeminada desabrochándose la sotana por la calentura.

De fondo en la capilla se escuchaba un coro de voces varoniles, era la hora del Ángelus, olía al sahumerio que daba ganas de vomitar al pobre Berto, que lo asociaba a las noches interminables en la cama de aquellos curas depravados.

No entendía como podían rezar y bendecir antes de violarlos, aquella soledad sin que nadie pudiera defenderlos, recordaba la seguridad de su hogar, la ternura de la madre ahora encarcelada, los juegos y el cariño de su padre asesinado, desaparecido en alguno de los puntos de exterminio en la isla, los terroríficos recuerdos de aquella noche, cuando lo sacaron a la fuerza de la humilde vivienda de Casa Pastores para llevárselo para siempre:

-El corazón es como una flor blanca inmaculada que mancháis con vuestras acciones, se va poniendo muy negro como el carbón, hasta que huele a azufre al estar tan impregnado de tanta malicia, entonces viene el diablo, Satanás en persona, que es quien se encargará de llevarlos al infierno, si antes no sois capaces de hacer un acto de sagrada constricción para liberaros del fuego eterno- predicó puesto en pie con los brazos alzados hacia el techo Don Ramón, los chiquillos no se atrevían a levantar la cabeza por miedo a que los golpeara con el bastón de madera.

Salieron de la pequeña sala de oración de la mano del fraile y su agudizada cojera por el ácido úrico en sus rodillas, “demasiada carne y vino” pensaba siempre el franciscano, Berto miró hacia atrás, se le había quedado junto al reclinatorio el pequeño cochecito de madera, el regalo de reyes que le había hecho su padre las pasadas navidades, ni siquiera hizo nada por volver a recuperarlo, al otro lado de la calle se escuchaban gritos de hombres, alaridos, de quienes estaban siendo torturados en ese preciso instante en el Gabinete Literario.

La puerta de la celda se cerró violentamente, sobre la cama había un gato negro inmóvil que los miraba, en la ventana, junto a los gruesos barrotes, una paloma blanca daba de comer a sus dos pichones, parecía que que no iba a suceder nada, que la santa inocencia jamás sería cercenada.

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