domingo, 22 de octubre de 2017

El guardián de la memoria

-Que bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas, debajo de esas dos cejas, que bonitos ojos tienes, ellos me quieren mirar, ellos me quieren mirar, pero si tu no los dejas ni siquiera parpadear...- Cantaba Manuel López en los escasos momentos de tranquilidad del campo de concentración de Gando.

El resto de compañeros lo acompañaban haciendo palmas con sus manos desnutridas, casi huesos, triste canción entre la desolación de aquel espacio para la tortura y el exterminio, entre ellos Roberto Rubio, abogado tinerfeño que llevaba internado cinco años.

El letrado socialista y miembro de la UGT, había visto sacar a cientos de hombres que nunca volvió a ver, se los llevaban de madrugada, cuando llegaban los coches y los camiones de las Brigadas del Amanecer, grupos de falangistas, en su mayoría miembros de la oligarquía isleña, acompañados de siniestros sicarios que les hacían el trabajo sucio de torturar y asesinar.

En una libreta pequeña que llevaba escondida en sus genitales anotaba los nombres de los que sacaban, eran muchos hombres de todas las edades, de todas las profesiones, jornaleros, albañiles, maestros, médicos, funcionarios, oficinistas, deportistas de renombre, sobre todo del fútbol y la lucha canaria.

Allí no había restricción desde el día que los trajeron a todos desde el campo de La Isleta, en aquel terrible viaje por barco bordeando la isla durante tres horas, las horrendas condiciones en las bodegas del correillo, más de dos mil hombres hacinados, encadenados, otros atados con las manos a la espalda, los vómitos por los mareos, las heces provocadas por el miedo a la muerte en una diarrea constante, el pestilente olor que todavía tenía metido en lo más profundo de sus narices.

A Roberto le partieron el tabique nasal cuando se llevaron al doctor Monasterio y se quejó al teniente Lázaro, la amistad que los unía era muy grande, sabía que si se lo llevaban a la península lo iban a matar con total seguridad, el largo abrazo de los dos en la entrada del cuarto barracón, los golpes de los cabos de vara, de los falanges, para disolver el pequeño conato de cariño hacia el conocido como “médico de los pobres”.

No se supo nunca quien trajo aquella guitarra española que tocaba el rubio López entonando sus boleros, tangos y canciones canarias, el caso es que de alguna forma casi mágica allí estaba el instrumento, que sonaba en los momentos más tristes, entre el hambre, las epidemias, la muerte, los malos tratos, la comida en mal estado, las ratas gigantes, las cucarachas y las pésimas condiciones higiénicas.

Entre aquel horror siempre había un espacio para la música, para las inolvidables letras que les recordaban a los presos aquellos tiempos del amor, de la libertad, de la República, de la esperanza de un mundo mejor:

-Adiós muchachos, compañeros de mi vida, Barra querida de aquellos tiempos- sonaba en el rincón oscuro, allí donde casi nunca llegaban los verdugos, donde iban a morir los enfermos sin que les siguieran pegando con las varas de acebuche, con la pingas de buey, con las porras de madera de los guardias del campo. Allí podían sonar en los pocos instantes de descanso las canciones de Manolo “El isletero”, siempre risueño que levantaba la moral de los camaradas encarcelados.

Una tarde de lluvia, después de los trabajo forzados, el jefe falangista apellidado Cambreleng de Berlaimont lo vio anotando en su libreta, Roberto no tuvo tiempo de deshacerse de ella y el fascista se la arrebató, dándole un fuerte golpe en la cabeza con una barra de hierro, el cacique pidió que lo ataran al palo de la bandera entre varios uniformados, la libreta pasó de mano en mano por todos los mandos del campo, que vieron el peligro que suponía que se supiera a cuantos hombres habían desaparecido por toda la isla, una lista interminable donde estaba reflejado el día, la hora en que se los llevaban, la procedencia de cada uno, su lugar de nacimiento, su profesión, la organización política o sindical a la que pertenecían, incluso los nombres de los que integraban la brigada de asesinos de cada una de las madrugadas.

Al día siguiente, cuando el resto de compañeros salieron a las seis de la mañana a picar piedra en la cantera junto a la playa, Roberto ya no estaba, todos miraron la base del palo de la bandera rojigualda con el aguilucho fascista, el abogado había desaparecido, por un momento los hombres pararon mientras los cabos de vara los seguían golpeando, no se movieron durante unos treinta segundos, como paralizados, congelados, a pesar la violencia inusitada de los sicarios, era su pequeño homenaje a un hombre bueno, al guardián de la memoria.

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Campo de concentración de El Lazareto de Gando (Gran Canaria)

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