jueves, 19 de octubre de 2017

Desde el dolor diseminado

Era tanta la tristeza que al caminar se la notaba encorvada, una viejita de veinte años, como si la gravedad le hubiera ceñido la cintura contra la profundidad del núcleo de la Tierra, no tenía nada que decir Rosalía Izquierdo, prefería callar y seguir viviendo aquella vida tan dura, como si hubieran ametrallado su corazón mil veces una madrugada de octubre, cuando los asesinos de azul fusilaron a su prenda amada.

Solo le venía a su mente el recuerdo en forma de música, de canciones, boleros y tangos de amor, poesías a la luz de la luna, los años juntos en el barrio del Trapiche, la vieja casa bajo el pino gigante, las piñas que caían en el techo de madera cuando menos lo esperaban, en muchos instantes de amor y pasión, como si fueran bombas de vida, el canto de los pájaros, miles de aves que rondaban aquel trocito del casi extinguido bosque de laurisilva.

Las crías de los canarios del monte perseguían a sus madres con el pico abierto, era lo habitual cuando llegaba la primavera, todos aquellos pequeños seres alados saltando de rama en rama alegres, felices, de piedra en piedra, en busca de los granos y semillas, de algún bicho, un trocito de fruta, de ciruela, de durazno, alguna uva negra tan sabrosa como las moras del pico de Osorio.

La tarde más triste de su vida supo que habían encontrado a Julio en las cuevas del barranco de Tenoya, llevaba varios meses evadido, justo desde la noche que comenzaron a matar a sus compañeros, se enteró por casualidad, cuando venía de comprar el pan y había una celebración en el local de la Falange de Arucas:

-Ya lo atrapamos gran puta, ya lo tenemos a buen recaudo, ten cuidado con lo que haces porque te vamos a follar entre todos- le dijo eufórico el guardia de asalto apodado Ventura, conocido asesino fascista en la comarca norte de Gran Canaria.

Ella se estremeció, no se lo podía creer, la gente la evitaba cuando avanzaba por el parque de San Juan llorando y corriendo hacia su casa, nadie se atrevía a hablar con ella en público, todo el mundo tenía miedo de ser acusado, relacionado con la República, con las organizaciones de izquierda y los sindicatos.

Ese día dejó de alimentarse, la verdura recolectada en su pequeño huerto se la comieron la gallinas y los lagartos en la fresca despensa, se quedó sentada en la enorme piedra donde se enamoraron con menos de quince años, no había más nada que el recuerdo, aquella memoria que olía a los perfumes sagrados de dos cuerpos abrazados cada noche, el sabor de los besos y la saliva de quienes sabían que se amarían eternamente.

Que ni siquiera la muerte podría separarlos, pero ahora estaba sola, escuchaba sus pasos ágiles, como cuando en vida venía del trabajo poniéndose el sol, el corazón se le aceleraba, todavía pensaba que podía venir, que todo había sido una mentira de aquellos criminales, que a lo mejor lo habían perdonado en el último instante ante el pelotón, que quizá algún militar noble y bueno se hubiera apiadado de un muchacho tan joven, que habrían descubierto la verdad, la inmensa verdad, de alguien que no había cometido ningún delito, solo que estuvo con sus compañeros la mañana del domingo 19 de julio del 36, custodiando el único teléfono público del pueblo, que recibía órdenes, que no molestaron a nadie, que defendieron la legalidad.

Todo eso se desvanecía cuando por el caminito entre los acebuches no llegaba nadie, solo algún conejo cruzaba al otro lado, alguna lechuza blanca cuando anochecía y aparecían en el cielo las primeras estrellas curiosas, las más luminosas, quizás planetas, como decía Julito, mundos como el nuestro donde tal vez exista la libertad, donde las mujeres y los hombres tengan derechos, educación, techo, trabajo, pan, cultura.

Soñaban juntos, siempre soñaban, no se separaban ni para comer, hasta en esos momentos estaban abrazados o de la mano, pero ahora Rosalía estaba sola, se quedaba fuera hasta que el sueño la derrotaba, allí sobre la piedra, esperando que se acabara su vida después de jurar, de prometer, de decirle con los ojos cerrados a su amor ante la fosa común de Vegueta que jamás estaría con ningún hombre.

Caminaba lenta hacia la casa con la vela en la ventana, siempre la encendía a las seis de la tarde, iluminaba el camino de Julio, pensaba, por si podría regresar de donde estuviera, andaba hasta la cama con el colchón de paja, nunca se acostaba en el lado de su amado, acariciaba la almohada, suavemente, imaginando, soñando despierta con el momento mágico de reencontrarse.

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Gustav Klimt El Beso

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