domingo, 17 de septiembre de 2017

Tributo de sal y besos

La marea del norte, siempre tan brava, arrastraba algunos de los cuerpos arrojados al mar, los sacaba a la superficie, parecían volar sobre al olas de El Puertillo como delfines mágicos, eran cuerpos jóvenes de hombres con camisas blancas destrozadas por las torturas y la corriente submarina.

Las vecinas, los vecinos, en su mayoría pescadores, hacían que no veían nada, fingían normalidad, ni siquiera se atrevían a mirar los cadáveres, pero era inevitable fijarse en aquellos ojos abiertos, limpios que parecían mirarles pidiendo algún tipo de explicación, quizá el silencio cómplice, el ocultarse tras las puertas mientras pasaban los camiones repletos de hombres que iban a ser desaparecidos en los múltiples rincones del exterminio.

Pedro Machín Gómez, era uno de los ahogados, todos lo conocían en la costa norte, nacido en Bañaderos pasó su infancia en Tinoca con su abuela Clara, su padre tuvo que partir hacia Cuba huyendo del hambre y el caciquismo isleño a principios del siglo XX.

Cuando lo vieron aparecer flotando tenía medio saco de plátanos anudado a la cintura, las manos sueltas como si hubiera estado luchando, batallando contra las sogas de pitera que le ataban las muñecas y los tobillos, una lucha que llevaría minutos, quizá segundos interminables, desde que lo arrojaron en alta mar casi inmovilizado, molido a palos, en uno de los barcos de los terratenientes agrícolas británicos de esa zona de la isla.

El muchacho era calafateador, un reconocido carpintero de rivera como su padre y su abuelo, además sindicalista de la Federación Obrera, activo luchador en cada huelga en las haciendas de la criminal oligarquía isleña en San Lorenzo, Tamaraceite, Los Giles, Arucas, Moya, Firgas, Guía, Agaete y La Aldea de San Nicolás, ayudaba a los jornaleros para liberarlos de la explotación caciquil, de las jornadas de trabajo de sol a sol, de los abusos sexuales de los mayordomos y encargados sobre las compañeras más jóvenes.

Pedro miraba a la cara de los explotadores, jamás agachaba la cabeza ante las injusticias, incluso en aquellos momentos flotando en la playa de San Felipe parecía seguir luchando sin tregua por los más desfavorecidos, por los explotados de la Tierra.

Nadie se atrevía a recoger su cuerpo que se quedó enredado junto a unas rocas entre maderos y trozos de artes de pescas, algunas nasas viejas y una barquilla atunera que se había hundido en las últimas mareas de El Pino en septiembre del 38.

Juan José Durán Peña, miembro de Falange vecino de Sardina, era el encargado de recoger esos cuerpos que ocasionalmente llegaban a la costa, tenía un palo largo de eucalipto con un gancho en la punta, con esa herramienta los arrastraba hasta la costa, donde esperaban más hombres de azul que los iban amontonando en los camiones del Conde o de los Betancores, a veces hasta más de treinta o cuarenta hombres que olían a salitre y carne descompuesta, para enterrarlos en las numerosas fosas comunes de las tierras norteñas de los terratenientes.

Machín estaba casi desnudo, las cicatrices en la espalda de la tortura, por los brutales golpes ejecutados por el “Verdugo de Tenoya”, que con la pinga de buey destrozaba a los hombres.

Los lugareños comenzaron a acercarse al camión y a persignarse, los falanges formaron un circulo y se echaron manos a las pistolas, pero la gente no se paró, atravesaron el cordón de los fascistas y se agacharon para tocar la frente del muchacho, el pelo negro enredado, su barba de varios días en el centro de detención y tortura de Cardones.

María Rosa Castro le cerró los ojos, los falanges miraban asombrados el cariño que le tenía aquella gente al muerto, se quedaron parados un buen rato, mientras la gente se iba alejando tras besar o tocar al mítico héroe del pueblo.

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Parque de la Memoria, Buenos Aires, Argentina, homenaje al joven
de 14 años Pablo Míguez, desaparecido por los militares en el Río de La Plata.

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